¿Mono soñando que es dios, dios soñando que es mono? No creo que podamos saber jamás la respuesta, más allá de la experiencia que percibimos desde una u otra esquina de la conciencia.
Tengo la buena fortuna de vivir al lado de un bosque tropical nuboso en Monteverde, Costa Rica. Y probablemente los monos capuchinos de la zona son mis visitantes más constantes.
Me encanta verlos, y de cuánto en vez, voluntaria, o involuntariamente les he dado fruta. Y entonces vuelven y vuelven.
Hoy los estuve observando largamente. Por un lado desde la inevitable pintora, y por el otro, desde la filósofa que busca en su mirada nerviosa y pequeña las respuestas a las dos únicas preguntas importantes. «¿Qué soy? y ¿Qué es Dios?»
¿Soy un mono soñando que es Dios? ¿O un dios, soñando que es mono?
El asunto acá es que le pago demasiado homenaje al Sapiens, esta definición en la que somos medio monos y medio dioses y con la que consolamos todos los misterios.
Sapiens es eso ¿verdad? Cómo una cantina en la mitad de un cruce. Puedo elegir al mono, o puedo elegir al dios. Quizás ésa sea la única prerrogativa de nuestro diminuto y poderoso libre albedrío.
Si elijo al mono, entro en la persistente ilusión del tiempo.
Si juego al dios,…¡Oh! Esa no es una decisión. Porque «dios» es al fin, el puto misterio de la conciencia.
La única decisión que tomo -más frecuentemente de lo que me gustaría admitir- es olvidarme del Todo que soy para concentrarme en la pequeña expresión de un mono. El dios no es perceptual. Lo que analiza esto es el mono, siempre buscando eternidades donde no se le han perdido.
Digo el «dios» como decir «papaya» o «pluma» «o número dos». Es un término para definir el misterio que no entiendo, pero que está ahi, inevitable. Soy consciente. No hay forma de evitar ésta dura pregunta. Existo y percibo.
El asunto es que percibo hasta el pensamiento que dice que percibo.
El asunto es que no sé si alguna vez pienso algo, o siento algo desde el misterio de mi conciencia.
Veo esto… ¿Quién? ¿Quién ve?
El cuerpo… El cuerpo ve. No, el cuerpo transmite la imagen. Yo la percibo… ¿Qué putas es «yo»?
Como una borracha bebiendo inconsciencia me percibo haciéndome preguntas, buscando verdades. (Sólo describo acá cómo se mueve la conciencia.) A lo Amelie, no puedo evitar imaginar a Ipathia, a Platón, a Jesús y a Buda descubriendo esta misma verdad: «No tengo idea de lo que soy. Ni idea.»
Y no tengo idea de con qué me comunico. Ni idea. Le llamo dios. Como decir papaya. Da igual el nombre. Me comunico con algo, siempre. Inevitablemente. Percibo y me comunico.
¿Percibo que me comunico? No lo sé tampoco.
No puedo definir la verdadera comunicación. Se conecta, es una experiencia. La comunicación es ilusoria también.
Más allá de la comunicación hay algo. Hay todo. Más allá está el misterio. Lo «otro» que existe y que no sé qué es.
¿Siento reverencia ante éso «otro»? No lo sé. El CM me dice que sentirla es obvio. Pero como puedo reverenciar lo que no sé qué es?
Ayer leí algo que me tocó: El escéptico se lee todos los libros y aún así duda de todo. El religioso se lee un sólo libro y no pone nada en duda.
Me hace gracia, porque me puedo poner en ambas perspectivas, y ambas tienen razón.
Si pienso en el Curso (Ese único» libro que vino a responder a casi todas mis verdaderas preguntas), la experiencia del Curso -que no es en si un momento pirotécnico- es una solución permanente, un verdadero «lavar de pecados» incomprensible e inefable.
El resultado permanente del perdón que define a Un Curso de Milagros hace que, de alguna manera, no pueda ponerlo en duda. La experiencia inefable de que estás en Paz con algo con lo que en algún momento tuviste una guerra dramática y violenta… ¿Esa? no la puedo ni negar, ni dudar. Lo vivo, Permanentemente.
Ante todo porque exista o no «Lo Otro», seamos un fenómeno bioquímico separado de todo (Hasta escribirlo me suena TAN primitivo), seamos por fin, un mono soñando que es dios, la experiencia de vivir está presente. Incomprensiblemente.
Y no tiene la menor importancia, quién sueña esta vaina porque Pink Floyd, en su concierto Pulse, en 1994, es absolutamente impresionante. 🙂
Gracias por leerme.